Este planteo comenzó en una recién levantada mañana, en un bar de Liniers. Como cada vez, que acudo al lugar, le hice el pedido al mismo mozo que ya hace unos años que conozco o por lo menos que cruzamos los roles de cliente y agente de servicio. Mi solicitud, a cambio del vil metal, fue de café con leche con medialunas, lo cual viene acompañado con un vaso de agua.
El lugar tiene una escenografía de los años 80’, no posee nada espectacularmente vistoso, ni luces ni colores new-age, simplemente un bar de dos pisos con fachada simple, como aquellos lugares que suelo asistir.
Los empleados se dividen en sus funciones: dos mozos, un encargado y cajero, dos personas para la limpieza y realizar los pedidos. Una vez que me establecí en una mesa contra la pared, todavía no sé porque siempre elijo esta ubicación, leía mi libro y comenzaba a comer mi primera medialuna. Súbitamente entró al negocio, un hombre de unos sesenta años de edad; con un andar muy despacioso, a punto que le dolía desplazarse, su fisonomía estaba compuesta de una estatura de talla alta, con una calvicie casi en su totalidad, exceptuando ambos costados de la cabeza, su cara era larga y angulosa, con una mirada demasiada expresiva para mi forma de ver, sus grandes ojos marrones envían sensaciones de dolor y súplica, a pesar de mantener casi todo el tiempo la vista al suelo.
Sus harapos que lo envolvían fueron una chomba de color rosa oscuro, casi con una tonalidad de fucsia, sus pantalones “jeans” rotos no podían ser sostenidos por un cinturón de pequeño calce, lo cual los tenía bajos, haciendo ver su calzón negro y el comienzo de su pierna desnuda. Desde el momento que el señor ingresó no perdí la mirada a los movimientos que realizaba.
El señor se ubicó lentamente, en una mesa al lado de la pared de enfrente a la que me situaba. Con su focalización hacia a la calle, repentinamente, fue sorprendido, por el cajero y encargado del lugar con la siguiente expresión:
-Jefe, usted no puede estar aquí, mandesé a mudar, pero será posible – el encargado le gritó despiadadamente a su victima. Ante semejante atropello, el individuo no emitió palabra alguna, simplemente con aires de temor y entristeciendo aún más su mirada, se levantó cansinamente y comenzó a transitar su camino hacia la puerta de la confitería, el encargado lo siguió sigilosamente con sus ojos, el rostro de este personaje frívolo, constaba de un gesto maquiavélico que describía su convencimiento de que su acto realizado fue hecho para salvar el negocio de la sucia imagen que podría dar si el débil sujeto permaneciera en el lugar a consumir lo que sea.
Mis pensamientos procesaron indignación, mis ojos se vidriaron y finalmente derramé una lágrima en la página que concluyó posando en mi libro, y meneé la cabeza con sentimientos de incredulidad.
Pause la lectura y comencé a reflexionar cuanto le ha costado al señor, que prohibieron, llegar al lugar, ya que su andar graficaba cuan doloroso era; si tenía pretensiones de pagar un café, o lo que sea, cuanto lo hubiese costado juntar ese dinero, si seguramente tenía cerradas las puertas ante humanos que se jactan de descalificar al resto, y donde en ese grupo seguramente me encuentre.
Salí del lugar con la idea de que la mayor parte del tiempo jugamos a calificar o descalificar al resto de la gente por hacer o no lo que se le plazca.
¿Estos actos no entran en la discriminación cotidiana o son parte de la esencia de la humanidad?